lunes, 15 de septiembre de 2008

Fragmento de algo inconcluso. (El tatuaje)

El sudor recorre nuestros rostros, empapándolos. En la calle se escucha el estruendoso alboroto que provoca la turba de vagabundos lisiados y deformes que nos persigue, olisqueando el aire, rastreando ya no la sangre que brota de nuestras heridas abiertas, si no la que corre por nuestras venas, oculta. Perros callejeros aullan a la luna, hambrientos. El Sr. Hulot y yo nos escondemos en un viejo almacén, dónde sólo quedan calendarios eróticos y una enorme turbina, vestigios de una época de actividad que ya sólo es un recuerdo en aquella ciudad. Hulot se entretiene mirando uno por uno los almanaques que yacen en el suelo, chupando de su pipa de un modo cada vez más gustoso y sonoro. Me viene a la mente que un calendario con una mujer o un hombre desnudo es el único de su especie que no pierde su función una vez pasa año viejo. Cuando él se gira hacia mi puedo ver en su brazo una gran humedad que mancha su abrigo de un color carmín azulado.

-Sr. Hulot, está ud. sangrando.

Ahora no se muy bien que pasa, en menos de un segundo su rostro pasa de una sonrojez que casi lo muestra embriagado por las muchachas de los calendarios, a un instante de azul añil con un hermoso final de palidez extrema, de una pose gótica, y de un desvanecimiento propio de la mejor heroína de los años cincuenta, montando gran escandalera, por lo que se me hiela la sangre pensando en los vagabundos que nos buscan feroces en las calles. Con rapidez me acerco a él, que afortunadamente conserva la consciencia, le ayudo a sentarse y le quito la gabardina, por suerte el corte no es muy grave, ya ni siquiera sangra, aunque hay sangre seca que bajó hasta el codo. Tapado por la sangre se entreve un tatuaje que muestra a una mujer desnuda que surge de una concha marina. De repente el Sr. Hulot, avergonzado, se incorpora recuperando muy rápido su color habitual, aunque sospecho que por razones diferentes.

- Qué vergüenza, buen amigo, un hombre que se desmaya al ver sólo un poco de sangre.
- No se preocupe, a todos nos impresiona más cuando la sangre es nuestra.

Unos minutos de silencio, yo pienso en el tatuaje, él mira su herida, como siempre parece leerme la mente y comienza a hablar, casi entonando.

- Hace años, cuando yo era joven y servía a esto que se llama patria en África, los soldados bebíamos hasta perder el control cada noche de la semana, rodeados de bailarinas y un humo dulce que nos embriagaba de un modo extraño, aunque placentero. Una noche, entre carcajadas y arcadas cuando no vómitos, tres compañeros y yo ideamos una apuesta. Yo, mísero de mi, debía subirme a lo alto de la muralla que resguardaba la ciudad, punto militar estratégico, o eso nos decían nuestros mandos, que ya sabe lo que se le puede creer a un mando sea de lo que sea. Lo cierto es que desde lo alto del muro debía saltar hasta un pajar que se encontraba en tierra firme esperando. Permítame explicarle en que consistía la apuesta, resulta que en el pajar me esperaba una amable señorita del burdel, con una pierna mirando a los Pirineos y la otra a Vigo, que era el lugar en donde yo tenía que aterrizar en cópula perfecta, estableciendo a la pobre muchacha el rol de juez, pues para yo poder declararme ganador del reto, ella debería puntuarme al menos con una puntuación de ocho sobre diez, esto es, notable alto.

Yo lo miro con los ojos a punto de salirse de las cuencas, a lo ridículo de su historia debo añadir que este pobre hombre nunca dejó a una mujer lo suficientemente satisfecha como para un notable alto. Lo miro de arriba a abajo y quedo convencido, a no ser que se ayudase de elementos externos, como vibradores, látigos o enteógenos. Él, simplemente, golpea su pipa contra el suelo para limpiarla, la carga con un pellizco de tabaco y después de dos largas y profundas caladas continúa con su monólogo.

-Por supuesto la puntuación era algo que no me preocupaba, pues ya me había encargado de que la muchacha me puntuara con una nota de doce sobre diez pasara lo que pasara, así que con mis tres compañeros subí a lo alto de la muralla, me quité pantalones, ropa interior y decidido me subí a lo más alto, no sin que a mis compañeros se les ocurriera primero hacerme girar hasta que mis andares eran totalmente de pato. Decidido cogí impulso y brinqué con un grácil e improvisado salto del ángel. Sólo la mala fortuna hizo que mi vuelo errase su rumbo completamente, cayendo en plancha a los pies de mis compañeros, que comentaban con mucha gracia que estaban a punto de miccionarse encima. Créalo usted o no, en mi corto vuelo me había dado tiempo a conseguir una posición casi perfecta en mi acrobacia, con la consecuencia de que mi forzado aterrizaje fue en mayor medida con mi apéndice nasal, o sea con mi nariz, que no pudo soportar y quebró estrepitosamente, rompiendo a sangrar con amazónico caudal. No me dio tiempo siquiera a maullar una queja, que mis compañeros ya me había asido por las axilas, y a carcajada limpia me habían vuelto a colocar en el improvisado trampolín. Recuerdo que entre la embriaguez, el mareo, y las lágrimas que provocaba mi fracturada nariz, más que saltar me desvanecí, cayendo esta vez no ejecutando el salto del ángel, si no una serie interminable de tirabuzones errantes. Una gota de sangre se cruzó por delante de mis ojos, enrojeciendo la luna llena. Lo siguiente, dolor, gritos de la pobre muchacha, oscuridad, silencio. Me desperté a los dos días en una cama de hospital, tenía las dos piernas fracturadas, traumatismo craneoencefálico y una nariz que el cirujano calificó como irrecuperable. La pobre chica estaba a mi lado, en la caída la había golpeado con mi cabeza en su esternón, resultando éste roto y mi traumatismo, además con mis rodillas... digamos que yo tenía las piernas rotas y ella el pubis fracturado. Pobre chica, sólo era un poco mayor que yo, tendría entonces veintitrés años, y cuando yo me fui todavía estaba rehabilitándose, después de siete meses. Cuando salí del hospital me hice ese tatuaje que usted vio y por el que muestra callado interés.

Permanezco en silencio durante unos minutos, todavía escucho a los enfurecidos vagabundos gritar con odio desmedido, llaman por sangre y venganza. Me corroe la curiosidad y con una certeza absoluta de que me arrepentiré de preguntarlo me dirijo a Hulot.

-Y por qué se tatuó ud. una mujer saliendo de una concha, no lo entiendo.

El Sr. Hulot me mira incrédulo durante por lo menos diez segundos, finalmente, con los ojos vacíos, me contesta.

-Querido amigo, no sale de una concha, está sentada en una silla de ruedas.
-¿Se tatuó una mujer en una silla de ruedas?

Él calla, y esta vez sí, otorga. De nuevo silencio, yo ya no pienso en el tatuaje, Hulot mira la herida de nuevo con fascinación. Sé que aquí he cometido un error, sólo el azar no te puede llevar a una situación como esta. Mi compañero definitivamente está loco. De repente, anhelo fervientemente que la turba entre en el almacén abandonado, me encuentren, e inclementes amputen mis miembros. Deseo ver mi intestino esparcido por el suelo y que me ahorquen con él.

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