martes, 8 de abril de 2008

Esta sonrisa que me llega como el poniente
que se aplasta contra mi carne que hasta entonces sentía
sólo calor o frío

Leopoldo María Panero
Primer Amor

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Su piel brillaba desnuda al sol. Lucía unas gafas enormes que cubrían casi por completo su rostro, el cabello lo tenía recogido en un moño que dejaba ver su delicado cuello desnudo. Su cuerpo apenas vestía dos pulseras de cuentas y conchas marinas, adornándolo. Arena húmeda se había adherido a su piel, cubríéndola de un brillo dorado. Yo cada vez estaba más excitado.

- Ojalá este tiempo dure para siempre -me dijo sonriendo.

Se me vino a la mente que era imposible que los días soleados durasen para siempre. Miré al cielo y no ví ninguna nube que me hiciera pensar que ella podía estar equivocada, así que me pareció bien que a partir de aquel día todos los días fueran soleados.

Había bajamar, y la marea había dejado en la playa una gran franja oscura de arena endurecida por el agua. Nunca soporté el calor de la playa, el sol hace que sude, se me enrojezca la piel e incluso llego a marearme. Me iba a levantar para ir a la arena húmeda, se lo diría y no le importaría, todavía nos quedaban mil tardes soleadas. Me estaba levantando y me volví a fijar en su piel, un poco más morena ya, el sol se reflejaba en las lentes de sus gafas. Su cuerpo estaba precioso sólo adornado con dos pulseras de cuentas, estiré mi pierna y arranque con un dedo del pie arena seca de su muslo. Decidí que podía aguantar diez minutos más, se estaba levantando viento, pronto llovería.

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