sábado, 12 de abril de 2008

La desgracia ha sido mi dios. Me he tendido en el cieno. Me he secado con el aire del crimen. Le he gastado buenas bromas a la locura.

Y la primavera me trajo la risa horripilante del idiota.

Arthur Rimbaud.
Poeta y traficante de armas.


Hacía ya meses que no llovía, el aire estaba cargado, casí había perdido su transparencia. En un pequeño campo de tierra mil niños jugaban al fútbol, cada patada levantaba un pequeño hongo radioactivo. Me miré las manos, cada vez más sucias, cada vez más grandes, supe que me quedaba poco para acabar. Con tanta calor el asfalto de la carretera sudaba, distorsionaba el aire y no te permitía ver el horizonte, mis pasos no tenían rumbo, mi cabeza no albergaba pensamientos, en mi boca hacía tiempo que no había saliva que tragar. No se porqué pero me encontré fatigado, hastiado, supe otra vez que ya me quedaba poco, giré la esquina, volví a acordarme del Profeta, mi mano se cerró en el bolsillo y salió un puño, en un instante lo vi claro, era mi destino y mi fé lo que me movían, era mi deber, mi obligación. LLegué a un parada de bus, estaba llena de niños y de madres que los perseguían, algún jubilado regresaba a casa o al asilo. De repente el miedo se apoderó de mi, el sudor corría por mi frente, mi cuerpo temblaba hasta la convulsión. Una mujer se acercó a mí, pronto comprendió y empezó a gritar, el revuelo causó histeria, los niños lloraban, un soldado corría hacia donde yo me encontraba, gritaba y gesticulaba, yo nunca aprendí su idioma, sentí como las lágrimas rebosaban las cuencas de mis ojos y corrían libres por mis mejillas, pensé Alá es grande y abrí el puño en mi último gesto de redención.

Un gran estruendo y unos segundo de silencio apocalíptico, una rápida lluvía de sangre cubrió el aire, seguía haciendo meses que no llovía.

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